miércoles, octubre 25, 2006

Llamadme gorrión ...

... y echadme alpiste;



Desde el s. XIX la revolución del hombre se ha definido a través de la revolución de la máquina: los ingleses y las ovejas con sus aparatos para el textil, Ford y los yankis con la producción en cadena o los planes quinquenales con tractores y segadoras a tutiplén de Stalin. Algunas fueron más populares que otras, en unas ocasiones han forjado modos de vida; en otras un modo de destrucción contra la esencia de la humanidad. Pero en la edad contemporánea al hombre le ha precedido la máquina haya donde ha ido y como es de suponer, uno no es la excepción.
Continúo na Coruña, tomando impulso para "chimpar" hasta Dublín y para ello estoy trabajando en un café (¿pq si lo llamo café suena menos ordinario que cafetería?, cosas del marketing) en el centro de la ciudad, donde he encontrado mi propia máquina revolucionaria: la cafetera. Largo ha que mi atención fue requerida por sus atributos pero sólo ahora que trabajo con ella y me sustento y apoyo en sus elementos la he aceptado como instrumento de cambio; como instrumento de cambio y símbolo erógeno porque aunque suene a trastorno sexual, la cafetera y los cafés tienen un fuerte componente erótico o cuanto menos bucólico pastoril. Quitando las recurridas parejitas de helado y vasos de agua, aún no he comprendido si el ser humano puede desarrollar propiedades gallináceas o si deberíamos estudiar nuestro mundo como los primeros antropólogos se acercaron a las desconocidas sociedades amazónicas o melanesias. Lo que sí es cierto es que hay pocas cosas más sugerentes y a un mismo tiempo explícitas que una mujer tomando un café mientras espera una determinada hora.



Y en esto es donde entro yo con mi orgasmatrón cafetero para satisfacer los delicados y perfectamente estipulados (aunque luego no sepan lo que piden) gustos de las señoras de buena sociedad. Soy como el malo de Barbarella (ojalá una, sólo una de las que pasan por allí se pareciera a Jane Fonda), con la salvedad de que yo lo que busco son sus cuartos para mi aventura. Y así, con mis euros por tocado y de la mano tórrida de la cafetera miro al futuro como los anónimos obreros de los frisos alegóricos leninistas de la estación de ferrocarril de Finlandia en St. Petersburg.



No deja de producirme gracia mi revolución de aguachirla desde una esquina del burguesismo provinciano que destila esta ciudad. Yo la organizo desde el parapeto de la barra contra la degeneración de mis convecinos a los que tan sonriente sirvo su cafelito con leche y vasito-de-agua-con una-piedra-de-hielo-por-favor-gracias-las-suyas. Lo curioso es que mi trabajo se encuentra en un entorno monumental de esta villa de mentirijilla: en frente al café, surge la calle torreiro, bastión del imperio inditex, orgullo del coruñesismo de arreglo y prueba sin compromiso, al que ya acuden desde largo tiempo los visitantes extranjeros como si fuera el Museo del Prado a sacarse fotos y en el que crecen y pululan las señoritonas del mañana.

En fin, que Coruña sigue siendo Coruña y yo sigo indignándome en cada esquina porque una señora de tupé revestido con laca dialoga airadamente en mitad de la vía pública con otras dos de la quinta bloqueando el paso al resto de los viandantes, o porque cuatro nenes consentidos se ríen de una gitana que mendiga entre sollozos a la puerta de un Mc Donalds.



Llamadme gorrión y echadme alpiste! Como dicen los irlandeses: Two can!!!