viernes, febrero 01, 2008

Campus Stellae

La noche no tuvo significado alguno para mí hasta que cumplí los 17 años. Hasta ese momento todo era monócromo, daba igual la luz que la sombra. En aquel otoño ingresé en el Seminario. Era más bien un internado con sayo viejo de sacerdote pero con toda su pompa. Allí estudiaba la creme de la creme: el más selecto grupo de inadaptados y antisociales (nunca he tenido ecosistema tan adecuado a mi esencia) de toda la provincia; un grupo de chavales con el corazón que no les cabía en el pecho incapaces de no meterse en líos.

Durante nueve meses bajé y resucité de entre los muertos; conocí a Dios, conocí al prójimo y decidí quedarme con el segundo. Si de día vivía con 30 chicos de mi edad haciendo lo que me gustaba, de noche la soledad se colaba por la rendija de la puerta y me deseaba felices sueños con inquietud.

La vela sentado ante la ventana se ha quedado grabada en lo más profundo de mi subconsciente en forma de nocturno perpetuo. Desde entonces cada vez que me quedo sólo en la oscuridad trato de conversar conmigo mismo en busca de la complicidad desvanecida.

Adoro los claros de luna sobre el Sar.

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